Ciro más rojo su espagueti

Cuando llegamos a Moscú como todos recuerdan, eso fue en 1976, éramos de diferentes partes del Perú, un poquito más de 30, varios de Lima como Jorge, Ciro, Gino, Paco (el verdadero pituco), Fernando, todos ellos con un gran contenido limeño y Manuel (con una indiscutible apariencia mariateguista); luego César (cuyos orígenes no puedo describir), Guillermo el siamés de Fernando, que siempre me dio la impresión de que cojeaba de una pierna, venía de Lima, pero era el único chiclayano puro y finalmente Pepe Alva, que vivió en Chiclayo pero en realidad decía era de la Cajamarca blanca, de las mujeres hermosas.
Las chicas limeñas, entre ellas Zoila, Yolanda y Erlita (madrina de mi matrimonio, todavía guardamos su regalo de bodas aquí) y Elizabeth. Vicky decía venir de Lima, pero tenía un carácter provinciano, del Cusco. Luego estaban María mi Dulcinea, Anita y Rosita del Cusco profundo. ¿Olvidé a alguien? Yo creo que no, bueno si pero a los otros no los recuerdo tan bien. ¿Qué será de Juanito y Kolynos?
Entre los chicos de provincia, estaban los norteños, mejor dicho, los trujillanos, liderados por el terrible Roberto B., y sus seguidores Eduardo, Jorge C. (el Pajarito) y Dante.
El grupo más sólido y dedicado a celebrar, cantar y llorar por cualquier motivo, fue el grupo de la región del sur, los serranos, los cusqueños, como Iván, Carlos (que se casó con Yenia), Carlos C. y algún otro que ahora no recuerdo.
Finalmente, los que no teníamos grupo, que veníamos del norte, de Chiclayo, pero que en realidad ninguno era de Chiclayo, como Wilmer de la sierra profunda de Chota de Cajamarca, Estela también de Cajamarca, que dejó claro a todos, desde el principio – ¡Внимание!, que ella no cruzó el Atlántico para casarse con un cholo peruano y por último yo, que nací en Ayacucho – vine con el lema de mi padre, que tenía que “picar” y volar, pero solo pique una vez y María se aseguró de que no vuele más.
Los limeños, como pueden imaginar, con más mundo que el resto de los provincianos, eran mucho más bacanes en el buen sentido de la palabra y siempre dejaban claro que lo eran. Entre los pitucos, Gino, que siempre nos hizo notar su fuerte origen europeo (o sea – io sono italiano, capisce?); Paco Quirós (con s y no con z) iba a jugar al tenis, naturalmente no pudo evitar esconder sus costumbres no inclusivas. Fernando, creo era del Callao, no dejó para nada su mameluco azul, sus lentes oscuros y su pelo rizado con un toque afro, es decir, ¡La clase! manyas. Guillermo hacía todo lo posible por parecerse a él y optó por mantener su cabello largo y rizado como él, pero el resultado no fue el mismo.
Y para que no sea tan largo mi cuento, entonces a Ciro Vásquez, siempre lo recuerdo con cariño, aunque al mismo tiempo lo odiaba (es una broma), en realidad nos odiábamos.
Nos reencontramos después de muchos años en Helsinki en una conferencia, donde me enseñó a comer el excelente pescado ahumado de esa tierra de más de cien mil lagos. Para los curiosos, no fuimos a la sauna, por si acaso.
Ciro fue muy especial de estudiante, como ya les dije, los limeños eran todos medio pitucos, y él lo era más además de que se esforzaba por mostralo. No fue en la residencia estudiantil de Plavloskaya porque nunca viví allá, así que seguramente fue en los edificios de Miklujo Maklaya donde recuerdo cómo Ciro casi siempre recibía los regalos que su madre le enviaba desde Lima. Cuando los abría, yo casi siempre estaba allí, quiero decir, no sé si me invitaba especialmente para eso, y cuando empezaba a abrir sus regalos, eso parecía una escena del Chavo del ocho. Obviamente mi amigo Ciro era más como Kiko (¡chusma, chusma!) y yo era más como el Chavo. Así que cada vez que sacaba uno de sus regalos del paquete me decía: ¡mira, mira lo que mi mamá me envía! Y eso me llenaba de ira, es decir sufría por dentro (¡al poco que me importaba!).
Entonces me iba, digamos un poco furioso, pero oliendo a todos los perfumes que con el aerosol él esparcía, quedando finalmente impregnados todos esos olores en mi ropa. A mí los perfumes sin duda me encantaban. A todos los que les haya dado dolor de cabeza por la enorme cantidad de perfume que me puse en el cuerpo, de verdad lo siento mucho.
Ciro y yo éramos vecinos, vivíamos en el mismo piso de ese edificio de Mikujo Maklaya, por lo que era imposible no vernos por la noche en el pasillo y sobre todo en la cocina, que como saben, estaba al final. de cada piso.
Para mí, era casi imposible vivir con los 90 rublos que nos daban, especialmente en los primeros meses después de nuestra llegada a Moscú. Lo mismo sucedió con muchos de nuestra promoción. El único que, si podía vivir con ese estipendio, era Wilmer, que hasta ahorraba y era el prestamista del grupo, pero había que pagarle hasta el último kopek que le debías.
Recuerdo a Jorge, “el Pajarito”, que, al quedarse sin dinero, tuvo que vivir varios días con “чай и батон” (té y pan), a veces, como una vez lo descubrí, se ponía a dormir dos o tres días para no comer.
Pero ¿qué estás haciendo, Jorge? ¿Por qué duermes tanto?
Es que ya no tengo dinero y tengo mucha hambre, así que, para no tener hambre, mejor me pongo a dormir.
No sé si a Ciro se le iba el dinero tan rápido como a varios de nosotros. En cualquier caso, lo cierto es que Ciro encontró una solución muy inteligente a este problema y poder comer. Cocinaba una olla gigante llena de fideos para toda la semana. Empezaba los domingos por la noche, digamos se hacía unos “espaguetis a la boloñesa” a lo bestia, pero sin carne.
Bueno, tampoco es difícil hacer unos fideos en agua hirviendo, pero la diferencia es que Ciro se los hacía y era de los pocos latinos que veías en la cocina, porque casi siempre estaba llena de estudiantes africanos que eran verdaderos chefs porque su cocina era rica, olía bien y con mucha carne, que comían con una especie de masa blanca o “ugali” que para nosotros es como el arroz.
Recuerdo con mucha gracia, como nuestros amigos africanos corrían desesperados por todos los pisos del edificio buscando su olla de comida, que los latinos, quizás sin un centavo como muchos de nosotros, y con mucha hambre, les robaban al menor descuido de la cocina.
Para que Ciro te invitara a cenar, tenías que ser alguien muy especial o tenía que estar de muy buen humor. No me puedo quejar, me invitó a cenar varias veces justo cuando tenía más hambre y menos dinero.
Así que todos los lunes comenzaba su cena con sus fideos y ahí le ponía un litro de salsa de tomate en la olla. En ese momento el fideo estaba excelente, y no era necesario agregarle queso parmesano, porque con el olor de los pies de Ciro, era más que suficiente, o parmesano al cuadrado. Al día siguiente, martes, los fideos seguían buenos y si Ciro me invitaba a comer, yo sin más, me apuntaba.
El problema empezaba a partir del miércoles, cuando se abría la olla ya se había formado una capa blanca y medio gruesa de champiñones que cubría por completo la salsa de tomate.
Yo recuerdo haber estado presente cuando eso pasaba y nunca imagine comer los fideos así en ese estado, que ya empezaban a tener un olor a fermentado, pero como en esa época ya teníamos costumbre de estar un poco alcoholizados, entonces esa fragancia me recordaba a la cerveza o la bebida que habíamos aprendido a hacer con arroz fermentado y que con un par de gotas de ácido ayudábamos a acabar con las bacterias.
La olla aún tenía la mitad de los fideos, entonces era impensable tirar los fideos a la basura, por eso con cuidado se retiraba esa capa de hongos y la cena continuaba, “comme d’habitude” (como siempre). Así entonces había cena el jueves y el viernes si aún quedaban los espaguetis.
La idea de Ciro no fue mala, así él aseguraba la comida toda la semana y aunque los fideos eran rusos, eran tan buenos como los italianos y en situaciones cuando tienes mucha hambre esos fideos fueron sinceramente además de buenos una salvación.
Moraleja, los hongos o champiñones son buenazos, como dicen los limeños, y los comemos casi siempre, en el yogur, en el roquefort y en muchas cosas más. Entonces, no dejes de comer de vez en cuando una pasta en salsa de tomate, veras lo bueno que es, pero no olvides de echarle también una porción de queso rallado y darle así un toque mágico de un vero (макароны) macaroni italiano.

 

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